28.12.18

Hablemos de Roma

Hablemos de Roma.

Nací en 1983, en el entonces Distrito Federal. El primer año de vida fue en Polanco. Después, nos mudamos a una casa de dos pisos en la Jardín Balbuena. A cuatro calles de donde vivía mi abuela paterna. La familia debía estar cerca.
 En la casa de Jardín Balbuena viví toda mi infancia y juventud. Cambié de habitación tres veces. Recuerdo la sensación de estrenar cuarto. Era encontrar una nueva esquina del mundo que era mi casa. A veces jugaba a que era mudarme de departamento; esas historias de independencia que te daba el jugar a ser grande.

Recuerdo a Doña Luisa. Una señora que le ayudaba a mi mamá con la casa. Iba tres veces a la semana, de nueve de la mañana a dos de la tarde. En temporada de vacaciones, me emocionaba cuando llegaba a la casa. Su energía hacía vibrar el entorno. Era escandalosa, risueña y muy movida. Cuando subía a la azotea a lavar la ropa, yo me quedaba en el baño de mis papás, donde el domo del baño daba directamente a la azotea y podía escuchar la música que Doña Luis cantaba. Se escuchaba “El Fonógrafo, música ligada a tus recuerdos”.



También recuerdo a Don Luis. Un señor que primero fue el maestro albañil cuando se extendió una parte de la casa; y después, se convirtió en la solución para cualquier falla de plomería, electricidad o mantenimiento. A la hora de comer, religiosamente iba a la tienda por su Coca de a litro y su kilo de tortillas.

El Distrito Federal que recuerdo, es el que no podías salir a la calle porque te asaltaban y había mucha contaminación. Yo no jugué en el calle; jugaba en mi cuarto o en el jardín de la casa. Cuando granizaba, salía a recolectar granizo al jardín y cantaba bajo la lluvia. Ya había pasado el sismo del 85; recuerdo que mis papás y mis tíos decían que ir a la Roma era peligroso; al mismo tiempo, era una salida normal de domingo ir a ver qué vendían en Tepito.

Que yo recuerde, tuvimos cuatro perros. No todos al mismo tiempo, pero sí era normal tener un perro paseándose por el patio de la casa. Muy pocas veces estaba en el interior, casi siempre se la pasaba afuera, y no era común que lo sacáramos a pasear, así que sus popós estaban en el patio. Mi mamá nos turnaba a mis hermanos y a mí para recogerlas y lavar el patio. Era divertido. Me encantaba echar jabón en polvo al piso con agua, y pasarle la escoba (técnica que aprendí de mirar a Doña Luisa), esa combinación, al momento de la limpiada, hacía un sonido muy particular.

Mi papá tenía una Galaxie, que apenas cabía en el garaje. Los últimos años de la camioneta, mi papá prefería estacionarla afuera. Recuerdo la emoción cuando llegaba mi papá del trabajo. Era dar un grito anunciando “ya llegó papá” y todos dejaban lo que estaban haciendo, para reunirse a saludar al padre de familia.

Sí conecté con la película Roma. Me llevó a recordar. Me llevó a añorar esas imágenes de las que no se habla mucho, por lo cotidianas que son, pero son importantes porque las compartimos: la lluvia en la ciudad, los aviones pasar constantemente, las azoteas llenas de vida y ropa que cuentan historias, los juegos de niños, los sonidos de afiladores, camotes y bandas de guerra; la vendimia saliendo del cine. Todo eso, a diez años de diferencia (Cuarón en los setentas y yo en los ochentas), me conectó con mi ciudad y mi infancia.

También me llevó a reflexionar las dos realidades de México que presenta la película. De las que tampoco se habla mucho por su cotidianidad, pero que están, que existen, que sin buenos ni malos, se han ajustado cada uno a sus circunstancias, necesidades y búsquedas. Me conmovió mirarlas, y  hacer el ejercicio de entenderlas.

 A un ritmo que rinde tributo al lenguaje de cine clásico. Con una historia que rinde tributo a los detalles de la clase media urbana del Distrito Federal. A una reflexión que rinde tributo a lo humano, mostrando los cariños mal entendidos, los abandonos, la búsqueda, el conflicto, la culpa y la esperanza. Todo humano, desde diferentes puntos de vista y situaciones.

Hablemos más de Roma, lo bueno, lo malo y lo regular. Me parece que mientras más hablamos de la película y de nuestros recuerdos, nos daremos permiso de hablar de aquello que no se habla, de lo oculto, que la cinta nos pone en evidencia. Hablemos de Roma para permitirnos salir del claroscuro, del blanco y negro. De entender los tonos grises que pintan nuestra querida sociedad mexicana; y la del mundo también.

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