Vivir en la ciudad
de México es un ejercicio de paciencia. Cada día son diferentes
temas con los que hay que lidiar en la selva de asfalto. Ayer que
estaba en la fila del pan, me llamó mucho la atención la plática
entre una señora y la panadera. Después del saludo habitual, la
señora le preguntó a la panadera que cómo estaba mientras dejaba
su charola de bolillos, la otra le contestó mientas contaba la
mercancía y la metía a la bolsa de cartón que estaba bien, pero
que hacía mucho calor; así empezaron a platicar que si no era el
calor, era la lluvia, que sino era la lluvia, era la contaminación,
que si no era la contaminación eran las marchas. Empezaron a hacer
un listado de los temas que nos aquejan en la ciudad. Al final –
dijo la panera- como sea, le seguimos chambeando. Le dio la bolsa de
cartón llena de bolillos a la señora y con una sonrisa se
despidieron las dos.
Fue un momento de
conciencia compartida que me gustó mucho. No quejamos, vaya que nos
quejamos, pero al final le seguimos chambeando. Ejercicio de
paciencia diaria, incluso de nosotros mismos, de cómo convivimos, de
cómo sobrevivimos en la ciudad. Salir a las calles a veces puede ser
una aventura casi comparada a cualquier deporte extremo; y aún así
sobrevivimos. Ante las adversidades, encontramos espacios de
convivencia y tranquilidad que se vuelven valiosos como la cueva de
refugio, el remanso: un cafecito, una biblioteca, un parque, o
nuestra propia casa. El otro día me descubrí abriendo la puerta de
mi casa como si fuera una momento de salvación: en mi brazo derecho
traía la mochila y lonchera de mi hija y en el izquierdo mi bolsa y
la mochila del ballet; mi hija cargaba su suéter y la lonchera de
comida del medio día, las dos acaloradas y cansadas entramos al
refugio. Mi hija se dirigió directamente al sofá a acostarse y yo
dejé las mochilas en el primer lugar que encontré. Las dos
suspiramos al mismo tiempo como expresión de alivio; mi hija dijo
“Ah! Llegamos a casita”, yo esperé un momento, todavía no
terminaba de llegar, me falta algo muy importante: quitarme los
zapatos. Me desabroché mis tennis y los cambié por mis pantunflas
favoritas “ahhh, ahora sí llegué a casa”. Las dos nos reímos
aliviadas.
Los lugares y
rituales de descanso que tenemos cada quien, se vuelven
indispensables para la sobrevivencia diaria. Esos pequeños detalles
que nos damos para descansar, retomar energía. Me gusta mucho
compartir ese momento con mi hija: el llegar a casa y sentir que las
dos descansamos. Ahora quitarnos los zapatos y ponernos las
pantunflas (que además tejió la abuela para su nieta y bisnieta) es
un ritual entre las dos, un alivio compartido.
Recuerdo a mi tío
Alejo. Cuando era chica y me quedaba en casa de mi abuela, me gustaba
ver su transformación: cada noche que llegaba a casa del trabajo,
abría la puerta todo serio, en traje de oficina y portafolio en
mano, subía las escaleras hacia su cuarto; cinco minutos después
bajaba con la pijama puesta, contando chistes y listo para ayudar a
preparar la cena. A veces Sofía y yo también hacemos eso. Los
viernes por la tarde, llegamos a casa después de una semana de
escuela y trabajo; y si no tenemos plan para la tarde nos
“empijamamos” y nos dedicamos a descansar viendo películas.
¡Toda una gozadera!
Ustedes, ¿qué
lugar es su refugio, su cueva de alivio? ¿cómo comparten esos
rituales de descanso con sus peques? Mientras tengamos esos momentos,
esos pequeños rituales que se vuelven tan significativos, podemos
seguir siendo sobrevivientes heróicos en esta selva de asfalto.
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