24.5.16

Nuestro rituales de descanso.



Vivir en la ciudad de México es un ejercicio de paciencia. Cada día son diferentes temas con los que hay que lidiar en la selva de asfalto. Ayer que estaba en la fila del pan, me llamó mucho la atención la plática entre una señora y la panadera. Después del saludo habitual, la señora le preguntó a la panadera que cómo estaba mientras dejaba su charola de bolillos, la otra le contestó mientas contaba la mercancía y la metía a la bolsa de cartón que estaba bien, pero que hacía mucho calor; así empezaron a platicar que si no era el calor, era la lluvia, que sino era la lluvia, era la contaminación, que si no era la contaminación eran las marchas. Empezaron a hacer un listado de los temas que nos aquejan en la ciudad. Al final – dijo la panera- como sea, le seguimos chambeando. Le dio la bolsa de cartón llena de bolillos a la señora y con una sonrisa se despidieron las dos.


Fue un momento de conciencia compartida que me gustó mucho. No quejamos, vaya que nos quejamos, pero al final le seguimos chambeando. Ejercicio de paciencia diaria, incluso de nosotros mismos, de cómo convivimos, de cómo sobrevivimos en la ciudad. Salir a las calles a veces puede ser una aventura casi comparada a cualquier deporte extremo; y aún así sobrevivimos. Ante las adversidades, encontramos espacios de convivencia y tranquilidad que se vuelven valiosos como la cueva de refugio, el remanso: un cafecito, una biblioteca, un parque, o nuestra propia casa. El otro día me descubrí abriendo la puerta de mi casa como si fuera una momento de salvación: en mi brazo derecho traía la mochila y lonchera de mi hija y en el izquierdo mi bolsa y la mochila del ballet; mi hija cargaba su suéter y la lonchera de comida del medio día, las dos acaloradas y cansadas entramos al refugio. Mi hija se dirigió directamente al sofá a acostarse y yo dejé las mochilas en el primer lugar que encontré. Las dos suspiramos al mismo tiempo como expresión de alivio; mi hija dijo “Ah! Llegamos a casita”, yo esperé un momento, todavía no terminaba de llegar, me falta algo muy importante: quitarme los zapatos. Me desabroché mis tennis y los cambié por mis pantunflas favoritas “ahhh, ahora sí llegué a casa”. Las dos nos reímos aliviadas.

Los lugares y rituales de descanso que tenemos cada quien, se vuelven indispensables para la sobrevivencia diaria. Esos pequeños detalles que nos damos para descansar, retomar energía. Me gusta mucho compartir ese momento con mi hija: el llegar a casa y sentir que las dos descansamos. Ahora quitarnos los zapatos y ponernos las pantunflas (que además tejió la abuela para su nieta y bisnieta) es un ritual entre las dos, un alivio compartido.

Recuerdo a mi tío Alejo. Cuando era chica y me quedaba en casa de mi abuela, me gustaba ver su transformación: cada noche que llegaba a casa del trabajo, abría la puerta todo serio, en traje de oficina y portafolio en mano, subía las escaleras hacia su cuarto; cinco minutos después bajaba con la pijama puesta, contando chistes y listo para ayudar a preparar la cena. A veces Sofía y yo también hacemos eso. Los viernes por la tarde, llegamos a casa después de una semana de escuela y trabajo; y si no tenemos plan para la tarde nos “empijamamos” y nos dedicamos a descansar viendo películas. ¡Toda una gozadera!

Ustedes, ¿qué lugar es su refugio, su cueva de alivio? ¿cómo comparten esos rituales de descanso con sus peques? Mientras tengamos esos momentos, esos pequeños rituales que se vuelven tan significativos, podemos seguir siendo sobrevivientes heróicos en esta selva de asfalto.

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