Les platico de un parque que descubrí
con Sofía. Les comparto un recuerdo de la infancia.
En el vaivén sentía el aire por todo
mi cuerpo. Sentía libertad. En el vaivén sentía el arrullo de la
infancia. Sentía alegría. En el vaivén sentía la sonrisa en mi
rostro. Sentía bienestar.
De pronto sucedió, como la mayoría de
las cosas que marcan o dan un buen recuerdo, de pronto suceden. Era
el sábado al medio día. Sofía y yo estábamos en el parque
Alexander Pushkin, para explorar otras plazas públicas de la Ciudad.
En los juegos que frecuentamos no hay columpios, así que cuando
Sofía los vio, fue una novedad que la dejó maravillada. Cuando se
subió, lo primero que dije fue “¡cuidado!” como si estuviera a
punto de aventarse de un paracaídas. Me di cuenta de mi sobresalto y
traté de calmarme, así que le enseñé los elementos necesarios
para estar en un columpio: agarrarse bien de las cadenas de los
lados, mover las piernas y la espalda para seguir el movimiento y si
quiere bajar, ir rozando el piso con los pies; cuidado al bajar.
Sofía siguió la lista de indicaciones, pero al final me contestó
con una simple petición: “¿me empujas?”.
Mientras empujaba a mi hija, la veía
ir y venir en el columpio. No dejaba de sentir un poco de nervio, así
que abracé el sentimiento y me regresé a mi infancia. Recuerdo que
cuando tenía 5 años, estaba con mis abuelos y fuimos al parque; me
subí al columpio, sentía que se estaba moviendo muy rápido y muy
fuerte, así que me asusté y quise bajar, pero mis pies no
alcanzaban el suelo y mis abuelos estaban atendiendo a mis hermanos,
así que tomé la decisión de saltar. Salté y rodé sobre el piso,
el columpio siguió en movimiento y cuando regresó me pegó en la
cabeza. Me acuerdo que lloré y lloré, sentí que mucho dolor. Ahora
que lo veo, creo que sentí desolación también. Desde ese momento
muy pocas veces me he subido a un columpio y no lo he disfrutado.
Sofía estaba feliz en el columpio,
riéndose al ritmo del movimiento, hasta que me pidió que la ayudara
a pararse. Rápidamente sostuve las cadenas y le pregunté si todo
estaba bien. “Súbete conmigo, mami, siéntate en el columpio de
aquí a lado”. Esa era una petición que no me esperaba, más
cuando acababa de recordar un momento tan allegado de mi infancia. En
ese momento no sé cómo, ni por qué, pero ya estaba sentada en el
columpio, a punto de empezar el movimiento. Me senté, estiré mis
piernas contra el piso para poder tener suficiente empuje y me dejé
llevar.
Me dejé llevar.
En el vaivén, sentía el aire por todo
mi cuerpo. Sentía libertad. En el vaivén, sentía el arrullo de la
infancia. Sentía alegría. En el vaivén, sentía la sonrisa en mi
rostro. Sentía bienestar.
Ahora entiendo que todo mi ser quería
sanar ese recuerdo. Que son cosas que pasan y ayudan a crecer. Que
curiosamente, mi vida se ha hecho de tomar decisiones y muchas de
ellas implican saltar, pero siempre fijándome que no me vaya a
lastimar. Ese aprendizaje me sirvió, me ha servido y me servirá.
Ahora lo recuerdo con cariño y encuentro el disfrute de estar en el
columpio con mi hija, conmigo y con mi recuerdo de ser niña.
Sofía y yo nos quedamos un buen rato
en el columpio, cantando, estirando y doblando las piernas para que
el movimiento no se detuviera, sintiendo el aire tocar nuestras
sonrisas.
A ustedes, ¿les ha pasado algo así
con algún recuerdo de su infancia?
El Parque Alexander Pushkin está
ubicado en la Colonia Roma, sobre Cuauhtémoc y Alvaro Obregón. Se
llama así en honor al poeta y diplomático ruso, uno de los
escritores más importantes de la Rusia Romanticista. El parque tiene
unos dejos de arquitectura art nouveau, que distingue a la Colonia
Roma. Sus escaleras y floreros invitan a pasar y viajar en el tiempo.
Algunos espacios están un tanto descuidados, pero vale la pena ir un
sábado al mediodía que hay gente y varios niños jugando. Es
importante salir a los parques para que el descuido no los estanque
en el olvido. ¿Qué otros parques conocen así?